hola

hola

  1. Tabla de Contenidos)

“Pepe Simancas: Desde el Valle del Sol”

Crónica de un comunicador autodidacta

  1. Prólogo
  2. Dedicatoria
  3. Capítulo 1: Nacido entre montañas
  4. Capítulo 2: A falta de padre, sobra coraje
  5. Capítulo 3: Letras, versos y metáforas
  6. Capítulo 4: Trabajar para estudiar, estudiar para vivir
  7. Capítulo 5: Cuando apareció el algoritmo
  8. Capítulo 6: El poder de una cámara y una web
  9. Capítulo 7: Formarse en la cancha
  10. Capítulo 8: El corazón también comunica
  11. Capítulo 9: Mi hija, mi señal
  12. Capítulo 10: Comunicar es resistir
  13. Capítulo 11: Entre micrófonos y sueños
  14. Capítulo 12: ¿Quién es Pepe Simancas?
  15. Epílogo: Lo que sigue…
  16. Agradecimientos (opcional)
  17. Galería de fotos y recuerdos (opcional)
  18. Poemas personales (opcional)

✍️ 2. Dedicatoria

A mi madre, que creyó en mi estudio cuando nadie más podía apostar ni un centavo.

A mi hija Ahinoa y mi esposa Tatiana por enseñarme que los sueños no se heredan, se inspiran.

Y a Catamayo, ciudad del eterno sol, por darme techo, camino, identidad y propósito.

 

✍️ 3. Prólogo

Escribir este libro no fue una meta. Fue una consecuencia.

Consecuencia de años de caminar con cámara en mano, de escribir desde la emoción, de narrar desde el alma.

No me considero escritor. Me considero testigo. Testigo de lo que significa crecer con poco y soñar con todo. Testigo de cómo la tecnología, la fe, la familia y la comunidad pueden construir un destino.

Este libro no es solo mi historia. Es la historia de miles de jóvenes que trabajan y estudian al mismo tiempo. De niños que pierden a su padre, pero no la esperanza. De comunicadores que aprenden sin aula. De padres que aprenden a serlo sin haber tenido uno.

Si en alguna página te ves reflejado, si en algún párrafo sientes que yo también hablo de ti… entonces este libro ya cumplió su propósito.

Gracias por leerme. Gracias por acompañarme.

Con cariño,

Pepe Simancas Capa

Capítulo 1: Nacido entre montañas

“Yo no nací en Catamayo… pero desde que tengo uso de razón, este ha sido mi hogar.”

Nací en Nambacola, un rincón lojano, lleno de montañas y caminos de tierra, más concretamente en un barrio que se llama El Portete. Era un tiempo en el que las computadoras apenas comenzaban a ser un rumor lejano, una promesa de un mundo que aún no conocíamos. Allí di mis primeros pasos, aunque no estuve mucho tiempo.

A los dos años, mis padres decidieron mudarse a Catamayo, en ese entonces la toma; en busca de un mejor clima, oportunidades y quizás, sin saberlo, para escribir una historia que todavía estamos viviendo. Desde entonces, Catamayo es mi tierra, mi casa, mi norte y mi sur. Aunque no nací aquí, aquí crecí, aquí luché, aquí me hice quien soy.

Mis recuerdos de infancia no están llenos de juguetes caros ni de consolas de videojuegos. Están llenos de calor, de sol, de calles de polvo, de correr con los pies descalzos y de ver a mi mamá multiplicarse en mil para sacarnos adelante.

Éramos cuatro hermanos y apenas teníamos una cama donde dormíamos todos, sin colchón muchas veces, con lo que se podía. La televisión era un lujo lejano; a veces nos escapábamos donde un tío que tenía un televisor blanco y negro, pero si mi papá se enteraba… mejor ni te cuento. No le gustaba que “molestáramos” donde los demás. Tal vez era orgullo, tal vez preocupación.

En medio de esa infancia dura, aprendí algo que todavía cargo conmigo: el estudio era mi única salida. No soñaba con ser futbolista ni cantante, soñaba con tener una cama propia, con poder comprar un televisor para mi casa, con que mi mamá ya no sufra tanto.

A los ocho años ya estaba trabajando. Mi primer trabajo fue hacer mandados en un local del centro de Catamayo, ahí en la calle Eugenio Espejo. Un niño que caminaba dos, tres cuadras con la lista en mano y la esperanza en el corazón. Mi mamá me dijo con firmeza: “Anda a trabajar.” Y no era regaño, era necesidad.

Hoy, cada vez que paso por esa calle, no puedo evitar ver al niño que fui, con los zapatos gastados, pero con la cabeza llena de sueños.

Uno no escoge dónde nace, pero sí escoge qué hace con lo que la vida le da. A mí me tocó crecer rápido, trabajar desde muy niño, pero eso mismo me enseñó a valorar lo más básico: el esfuerzo, la familia y el amor por la tierra que me acogió.

✍️ Capítulo 2: A falta de padre, sobra coraje

Mi vida dio un giro fuerte cuando tenía apenas 10 años y medio. Justo cuando un niño debería preocuparse solo por jugar, reír y hacer tareas, a mí me tocó enfrentar una de las pérdidas más duras: la muerte de mi papá José Javier.

Falleció cuando yo estaba en sexto grado de la primaria. Lo recuerdo todo como si hubiera sido ayer. Su ausencia no solo fue emocional, fue económica, fue estructural, fue como que nos quitaran el sostén que, aunque frágil, sostenía la casa. Si antes era difícil, desde ese momento se volvió aún más cuesta arriba.

Mi mamá se convirtió en todo: padre, madre, jefa, consejera, enfermera, cocinera, consejera espiritual. Ella, con su fuerza silenciosa, me enseñó que la vida no se detiene ni siquiera para llorar. Y por eso mismo, insistía en que yo debía tener una carrera. “Aunque no tengas una larga, al menos una corta”, decía. Y con esa lógica me matriculó en el Artesanal Catamayo.

Tenía apenas 11 años, y en ese entonces aún permitían ingresar siendo menor de edad. Éramos pocos los niños; la mayoría eran ya adultos, padres de familia, compañeros que llevaban sus cuadernos enrollados en el bolsillo trasero, como periódico viejo. Yo, en cambio, iba con mi mochila de niño, con cuadernos forrados y lápices afilados.

El Artesanal funcionaba donde hoy está la escuela Gabriela Mistral. Era un ambiente distinto, serio, rudo a veces. Estudié tres años, y aunque confieso que no me gustaba mucho lo que hacía (soldar, limar, medir), lo hice por respeto a mi mamá. Ella quería que yo tuviera “una profesión”.

Recuerdo bien el día que nos tomaron las fotos del grado. Yo me había hecho los famosos “churros”. No sé qué estaba pensando. Me dejaron medio suco, ¡parecía experimento de peluquería en práctica! Pero bueno, así como era uno de adolescente: queriendo destacar, aunque no sepa cómo.

Terminé la carrera con buena nota. Pero apenas me gradué, mi mamá cambió el tono: “Ahora trabajar. Ya tiene una profesión.” Y claro, yo quería seguir estudiando, pero entendí que debía buscar mis propias oportunidades.

Con un amigo un poco mayor, fuimos al Colegio Nacional Nocturno Catamayo, a averiguar cómo podía seguir. Mi mamá se negó a firmar como representante. No sé si fue por temor o resignación. Entonces se me ocurrió algo: mi abuelita María. Le pedí que me acompañe y acepte ser mi representante. Sin dudarlo, me dijo que sí.

Gracias a ella, ingresé a tercer curso en el nocturno. Lo que hoy sería Primero de Bachillerato. Me aferré al estudio como quien se aferra a una tabla en medio del río. No había otra opción. Estudiar o repetir la historia.

Perder un padre no te mata, pero te deja con un hueco que tienes que llenar tú mismo. Algunos lo llenan con rabia, otros con silencio. Yo decidí llenarlo con estudio. Con ganas. Con un “sí se puede” mal escrito, pero bien sentido.

Perfecto, continuamos entonces con el siguiente capítulo. Aquí va el:

✍️ Capítulo 3: Letras, versos y metáforas

Aunque la vida me empujaba hacia las herramientas, los tornillos y los fierros del Artesanal, mi corazón ya empezaba a coquetear con las letras. Había algo en mí que no encajaba del todo con la soldadura y el serrucho. Mientras unos hablaban de amperios, yo pensaba en amores imposibles. Mientras limaban metal, yo limaba versos en mi cabeza.

Siempre me atrajeron los libros, especialmente aquellos que tenían ese toque poético, reflexivo, humano. Tenía una tía que estudiaba a distancia y traía unos libros gruesos como biblias, llenos de literatura, metáforas, comparaciones y recursos estilísticos. Yo los leía por curiosidad, y me iba quedando atrapado en ese mundo donde las palabras no solo explican… también sienten.

Recuerdo que cuando terminé el Artesanal, y logré ingresar al nocturno, llegó el momento de elegir qué especialidad seguir en cuarto curso. Había opciones: Químico Biológicas, Físico Matemáticas y Sociales.

Yo decía:

“Si estudio sociales, en la universidad termino en Periodismo.”

“Si estudio químico, tal vez medicina.”

“Y si me meto a físico-matemáticas, seguro seguiré algo técnico.”

Pero mi corazón decía “letras”. Me encantaban las obras literarias. Me gustaba escribir y aún más leer. Pero por presión o por indecisión, terminé optando por Físico Matemáticas. Tal vez influenciado por el hecho de que se me daban bien los números. Tal vez porque no sabía cómo justificar mi amor por la poesía en un mundo que valoraba lo técnico.

Aun así, no dejé las letras. La Licenciada Mariela Yunga, mi profesora de literatura, fue una de las pocas que se dio cuenta de que en mí vivía un escritor escondido. Le gustaba lo que escribía. Y eso me animó.

Nos ponía a leer obras completas y luego nos pedía resúmenes en máquina de escribir. El problema era que yo no tenía máquina de escribir. Tampoco sabía cómo usar una. Pero siempre había una compañerita buena gente que me ayudaba a transcribir mis textos.

Fue en esa época que empecé a escribir mis primeros poemas. No los hacía públicos, pero los guardaba en un cuaderno. Eran mi refugio, mi desahogo, mi voz.

Mi corazón ya escribía cosas como:

Una mujer que Casi me Vuelve loco y por poco Poeta

 

Era ella….la más linda, la más hermosa

fragante aroma, ternura de mariposa

vuela como bruma al rocío de la rosa

regalando cariño, mas no otra cosa

Era ella, quien en las noches me arrancaba el sueño

un delirio de poeta, un canto de grillo

acompaña mi novela de niño, con la mano en el bolcillo

camino de inocente, era solo un pequeño

que soñaba ser grande con su amor de chiquillo

Era ella, la más linda, la más hermosa

enjugaba sus mejillas en la brizna de la aurora

era yo el amante, de su mirada silenciosa

de su sonrisa de ángel, mi amor de niño la añora

Era un pequeñuelo y un hombre a la vez

delirante de ilusiones, sollozante como pez

me perdí en el infinito, donde solo ilusiones arrancan

de mi memoria soñadora, tu imagen en mi alma estampan

Narrador de sentimientos, soliloquio de ángeles

mis frases son de loco, así dicen los que me oyen

cantando mis versos, para la real inicial de su nombre

no me escuchan, no entienden ¡Solo escribo!

Loco estoy, por su amor de mujer

Por su piel, por sus labios de miel

vivo ahí cautivo, de la hechizante burbuja de hiel

me conquista los sentidos me embruja su querer.

Una mujer que de a poco me vuelve poeta

su rostro angelical, su carita de niña

me trastocan el alma como dulce saeta

me envenena los labios con su perfume a campiña

No los escribía para ganar concursos, ni para publicar libros. Los escribía porque era la única forma de ponerle nombre a lo que sentía. Entre amores platónicos, soledad, timidez, y sueños postergados, nació ese Pepe romántico, introspectivo, medio melancólico, que aún vive en mí.

A veces uno estudia lo que toca, pero sueña con lo que ama. Yo amaba las letras, aunque la vida me pusiera a sumar, restar y programar. Por suerte, el alma no se programa. Se escribe. Se siente. Se canta en silencio.

✍️ Capítulo 4: Trabajar para estudiar, estudiar para vivir

Estudiar nunca fue mi obligación. Fue mi esperanza. Desde niño lo entendí así. Yo no estudiaba por cumplir, estudiaba porque sentía que era el único camino posible para cambiar mi vida.

Pero claro, estudiar sin dinero era como sembrar sin agua. Desde que tengo uso de razón, el estudio y el trabajo han ido de la mano. Uno alimentaba al otro. Con el trabajo pagaba los pasajes, los útiles, el uniforme, y a veces, el pan. Y con el estudio me llenaba de ideas, de sueños, de futuro.

Mi primer trabajo, como ya lo conté, fue de mandadero en el centro de Catamayo. Luego vino otro, de mesero. A veces servía jugos, otras veces lavaba vasos. Después pasé a otro trabajo: hacer roscones en una panadería. Recuerdo el olor del horno, la harina volando por el aire y el sudor en la frente. ¿La receta? No la recuerdo. Nunca me interesó aprenderla, porque mi mente estaba puesta en la próxima clase, no en la próxima bandeja.

En ese tiempo, yo estudiaba en el nocturno. Entrábamos a las 7 de la noche. Así que a las 4 de la tarde me retiraba del trabajo, me iba a la casa a bañarme, hacía lo que podía de deberes, y me lanzaba a clases. Había días que no había ni para el pasaje. Caminaba. Pero jamás faltaba.

La dueña de la panadería una vez me dijo:

“Usted es vago, siempre se va temprano.”

Y no era que era vago. Era que mi compromiso no era solo con la panadería, era también con mi educación. Para mí, el tiempo era oro… o al menos pan.

Los fines de semana, si quedaba algo de tiempo, jugábamos indor fútbol con los vecinos. A veces en calles de tierra, a veces en patios de casas. Teníamos una mini cancha de tres metros por tres, y con eso bastaba para gritar goles que valían más que una Copa América.

También hubo una época en que jugábamos Nintendo, alquilábamos por horas. Pero pronto me di cuenta que me estaba volviendo dependiente. Ese juego de luces me absorbía y no me dejaba avanzar en la vida real. Así que lo dejé. Porque yo quería ganar en la vida, no solo en la pantalla.

Y si hablamos de pasatiempos, recuerdo también las bicicletas alquiladas. Con mis amigos nos íbamos a recorrer Catamayo sin rumbo, sin mapa. Solo a buscar aire fresco y reírnos un rato. Eran momentos sagrados, porque eran pocos.

Trabajar desde joven no me quitó la niñez. Me enseñó a valorar cada centavo y cada minuto. Si tenía una sola moneda en el bolsillo, la usaba para imprimir un trabajo, no para comprar una cola. Y si tenía media hora libre, la invertía en estudiar. Porque yo no quería sobrevivir. Quería vivir con dignidad.

✍️ Capítulo 5: Cuando apareció el algoritmo

Dicen que uno no elige sus pasiones… que ellas te encuentran. Así fue como la computación me encontró a mí, casi sin querer.

Yo no soñaba con ser ingeniero en sistemas ni desarrollador. Soñaba con seguir estudiando, donde sea, lo que sea, con tal de no quedarme estancado. Fue en uno de esos momentos en los que uno acepta cualquier oportunidad para no dejar que el cerebro se enfríe, que apareció algo llamado “curso de computación”. Y dije: “¡Voy!”

Era una oferta del Instituto Sudamericano, allá por Loja. Fuimos varios del colegio. Lo que más recuerdo es que recibíamos clases de a dos por computadora, de esas antiguas con monitores gigantes y torres que sonaban como motores de avión. A mí me tocó un compañero que tenía la mano fracturada, así que él solo observaba mientras yo hacía todo.

Sin darme cuenta, fue ahí donde algo en mí hizo clic. Había encontrado algo que no solo me interesaba… me apasionaba. El mouse, el teclado, el sistema operativo, todo me parecía un universo nuevo, limpio, ordenado. Donde cada comando hacía algo, donde el caos de mi vida encontraba cierto orden. Ahí apareció el algoritmo.

Ese curso fue corto, pero intenso. Me empujó a decirle a mi mamá:

“Mami, por favor, matricúleme en el Instituto Nuestra Señora del Rosario.”
Ella al inicio no quiso. No había dinero.
Yo le dije: “Si no me va a matricular, me voy a sembrar flores a Quito.”
Y con tal de que no me vaya, me matriculó.

Fue una de las decisiones más importantes de mi vida. A los dos meses ya sabía qué era un algoritmo, qué era un sistema, qué era programar. Y entendí que había entrado a estudiar algo mucho más grande que solo computación. Estaba estudiando Sistemas, sin haberlo planeado.

Estaba estudiando la herramienta que cambiaría mi vida.

A veces uno entra a un curso sin saber que está abriendo una puerta. Ese curso de computación no era un simple taller. Fue el inicio de una carrera, de una vocación, y de una forma de ver el mundo. Porque cuando uno entiende cómo piensa una máquina… también aprende cómo reprogramar su destino.

✍️ Capítulo 6: El poder de una cámara y una web

A veces, los grandes proyectos no nacen con una oficina elegante ni con un plan de negocios. Nacen con una cámara prestada, una idea medio loca y un corazón que late fuerte por su gente. Así nació Viva Catamayo.

Todo comenzó como un hobby, una forma de hacer algo que me gustaba y que me permitía unir mis dos pasiones: la tecnología y las letras. Yo ya manejaba el Centro Simón Bolívar y empecé a incluir un espacio en la web para subir contenido sobre Catamayo. Nada muy elaborado al principio: fotos, reseñas, eventos, cosas que pasaban en el barrio, en la ciudad, en el alma.

El proyecto se inspiraba en algo más grande llamado “Viva el Ecuador”, donde había Viva Loja, Viva Macará, Viva Calvas… Yo había acompañado a mi amigo Roberto Torres, alias ‘Chocho’, a algunas coberturas, en esos tiempos en que “cobertura” era solo ir a tomar fotos a un matiné y subirlas a una página web. Era 2007. Facebook apenas se conocía. Hi5 era lo máximo, y yo ni cuenta tenía de eso.

Cuando me ofrecieron comprar Viva Catamayo, lo hice sin pensarlo mucho. Me dieron una cámara y unas plantillas web. Pagué a crédito. Me entregaron los archivos y arranqué. Nadie imaginaba que ese hobby terminaría marcando mi vida.

Al principio, yo no me creía periodista. Solo tomaba fotos y escribía lo que veía. Recuerdo que don José Reza, mi vecino, me traía fotos de los eventos. Me entregaba hasta cien en una sola entrega. Yo las comprimía, les ponía su marca de agua, su nombre, y las subía. Sin filtro, sin poses, sin miedo.

Un día, una empresa proveedora de internet se acercó y me dijo:

“Queremos poner una publicidad en Viva Catamayo.”
Porque los estudiantes, después de instalar el internet, preguntaban:
“¿Ya funciona? Métete a VivaCatamayo.com para probar.”

Ahí entendí algo grande: para mucha gente, Viva Catamayo era como el Facebook local. El punto de encuentro. El muro de los recuerdos. La página de todos.

Pero no faltó el comentario venenoso. Un tipo dijo una vez:

“Compran una cámara y ya se creen periodistas.”

Yo no respondí. Pero me prometí seguir publicando, seguir contando, seguir mostrando el lado bueno de mi tierra.

Ahí nació mi conexión con el periodismo comunitario. No era solo tomar fotos. Era narrar Catamayo desde adentro, desde sus aromas, sus sonidos, sus fiestas, su gente. Era escribir sin título, pero con alma.

No hace falta tener un carnet de prensa para contar historias. Basta con tener los ojos abiertos, el corazón dispuesto y una comunidad que quiera verse reflejada. Viva Catamayo no nació de una moda, nació de un sueño: que el mundo conozca lo bonito de donde yo vengo.

✍️ Capítulo 7: Formarse en la cancha

Hay cosas que uno no aprende en la universidad. Se aprenden a la brava, en la cancha, bajo presión. Así fue como me formé en comunicación institucional: trabajando, equivocándome, corrigiendo, y volviendo a empezar. Sin manual, pero con intuición y corazón.

Después de estar con Viva Catamayo un tiempo, se me presentó una oportunidad inesperada: trabajar en el Municipio de Catamayo. ¿Quién me llamó? Jaime Reyes, ‘Nacho’. Hasta ahora no le he preguntado por qué pensó en mí, pero me dio la oportunidad. Y esa oportunidad me cambió la vida.

Yo ya sabía algo de diseño, algo de audio, algo de video… Pero ahí descubrí lo que significaba realmente comunicar desde una institución pública. ¡Era otra cosa! Más serio, más exigente, más político. Y como decimos por acá: “me lanzaron al agua sin saber nadar.”

“¡Haz un pantallazo!”, me dijeron el primer día.
Yo pensé: “¿Y eso qué es?”
Pero no pregunté mucho. Aprendí haciendo.

Ahí pulí todo: Photoshop, edición de video, voz en off, fotografía institucional, redacción rápida y efectiva, planificación de campañas, producción de spots… Me convertí en un equipo completo, porque muchas veces tocaba hacer de todo.

Pero cuando ya me estaba asentando, vino otro giro: el alcalde no fue reelegido y se terminó la administración. Pero no me quedé quieto. Me surgió una oportunidad aún mayor: trabajar en la Gobernación de la Provincia de Loja.

Allá, en 2014, era otro nivel. Un ritmo distinto, más rápido, más técnico. Yo era asistente de la analista de comunicación, Joanna Moreno, y de verdad te digo: ahí se trabajaba con disciplina. Teníamos capacitaciones cada dos meses. Nos hablaban de algoritmos de Facebook, del gancho en los primeros 3 segundos del video, del manejo de crisis… Cosas que muchos todavía no aplican hoy, ¡y eso fue hace 10 años!

En esa época, se empezaba a hablar fuerte de comunicación política, institucional, estratégica. Y yo, que venía desde la calle, desde el Simón Bolívar, desde el artesanal, desde Viva Catamayo… me estaba codeando con comunicadores profesionales de Quito, Guayaquil, Cuenca. ¿Y sabes qué? Estaba al nivel.

Pero algo curioso: nunca dejé Viva Catamayo. Aunque trabajara 8 horas en el Municipio o en la Gobernación, siempre reservaba tiempo para hacer una publicación, subir una foto, escribir una nota. Porque Viva Catamayo no era solo una página: era mi identidad.

La vida no siempre te da diplomas. A veces te da retos, y esos valen más que cualquier título. Aprendí haciendo, fallando, corrigiendo. Aprendí que la comunicación no es solo publicar, sino conectar con la gente. Y eso no te lo enseña un máster. Te lo enseña la cancha.

✍️ Capítulo 8: El corazón también comunica

Uno puede saber de algoritmos, cámaras, discursos y redes sociales… pero hay algo que ningún software maneja: el corazón. Y aunque yo haya aprendido mucho de comunicación institucional, hubo una época donde mi alma pedía a gritos otra forma de sanar.

Como todo joven, también tuve mis enredos sentimentales. Algunos amores bonitos, otros más tormentosos, y unos que me dejaron marcado. Recuerdo especialmente a una persona que fue mi compañera, mi secretaria y mi amada. Lo tuvimos todo… pero a veces, tenerlo todo tan cerca ahoga. Y eso pasó.

Cuando me di cuenta de que la relación se estaba muriendo, ya era tarde. Su cuerpo seguía presente, pero su alma ya se había ido. Lo que vino después fue duro. Me dolía el corazón y el alma. No hablábamos de tristeza simple. Hablábamos de vacío.

Y sí, la gente se dio cuenta. Me veían por ahí en los karaokes, en algún bar, con un amigo que me invitaba a cantar para distraerme. Algunos decían:

“Pepe está despechado.”
Y no se equivocaban.

Pero no me perdí. No me refugié en el alcohol, ni en las drogas, ni en el rencor. Me refugié en lo que siempre me había salvado: las letras. Escribía poemas. Algunos tristes, otros con rabia disfrazada de ternura. Uno se titulaba “Fruta Prohibida”, otro “Amor Adolescente”. Poemas que resumían una vida de emociones contenidas.

Hasta que un día, una amiga me invitó a un retiro espiritual del movimiento Juan XXIII. No sabía si ir. Me parecía que no era para mí. Pero mi madrina insistió. El retiro era en Espíndola. Yo fui con dudas… y regresé con el alma curada.

Ahí, en ese retiro, sentí por primera vez el amor de Dios de manera real. Como si me hubieran operado por dentro. Todo ese dolor, ese rencor, ese vacío… se fue. Cuando salí el domingo, me dieron una funda llena de detalles: una Biblia, un rosario, una camiseta, cartas. Pero lo más importante no venía en la funda: venía en el pecho. Una paz que no sabía que existía.

Y justo cuando mi corazón estaba sanando… reapareció “la ex”. Como esas películas donde justo cuando ya la historia toma otro rumbo, vuelve el personaje que creías superado. Hablamos. Nos vimos. Pero ya no dolía. Y poco después, supe que se había casado. Solo fui parte de su despedida emocional. Y ya.

Y como la vida tiene giros hermosos, justo cuando menos esperaba, apareció ella, la que hoy es mi esposa. La conocía de antes. Era mi clienta. Y sí, fue ella la que me plantó un beso en medio del karaoke. Así empezó todo.

Pero vino otra crisis… y yo, esta vez, no me desesperé. Solo le pedí una señal a Dios.

“Si esta mujer es para mí… dame una señal.”
Y la señal llegó… en forma de mi hija Ahinoa.

Uno cree que comunica con micrófonos, cámaras y redes. Pero el alma también habla. A veces en silencio. A veces llorando. A veces escribiendo un poema. El amor no es un algoritmo… es una señal divina que llega cuando el alma está lista para recibirla.

✍️ Capítulo 9: Mi hija, mi señal

Yo nunca pensé que una respuesta pudiera llegar envuelta en pañales, con los ojitos chiquitos y una sonrisa que no necesitaba palabras. Pero así llegó Ahinoa: sin ruido, sin protocolos… como una señal del cielo.

Después de tanto caos emocional, de tantas relaciones que empezaban y se diluían, después del retiro de Juan XXIII y de haber aprendido a soltar, le pedí a Dios una señal. Le dije:

“Señor, si esta mujer es para mí, mándame una prueba. Algo que me diga que vale la pena luchar.”

Y la señal llegó. Ahinoa fue esa señal. Y con ella, todo cambió.

Ser padre es una experiencia que no se puede ensayar. No viene con tutoriales, ni se aprende en PDF. Y para alguien como yo, que creció sin papá, fue como intentar construir una casa sin haber vivido en una. Porque mi papá murió cuando yo era niño. No recuerdo que me abrace, ni que me diga “te amo”, ni que me enseñe cómo ser hombre. Su ausencia fue mi escuela. Una escuela dura, sin recreo.

Y entonces, me tocó aprender a ser papá… siendo papá. Cada gesto, cada mirada de Noa, me enseñaba algo. Cómo abrazar, cómo escuchar, cómo consolar. Y más que eso: cómo estar presente.

Porque yo sabía lo que se siente no tener a alguien que te diga:

“Estoy aquí.”
Y yo no quería que Ahinoa creciera con ese vacío.

Con ella descubrí otra parte de mí. Empecé a jugar con ella, a salir en videos juntos, a enseñarle lo poco o mucho que sé. A veces, cuando se mira al espejo, me mira a mí. Y ahí entiendo todo.

Entiendo por qué la vida me sacó del camino fácil,
por qué trabajé desde niño,
por qué lloré tanto por dentro,
por qué escribí tantos poemas tristes.

Todo eso me preparó para poder abrazarla fuerte y decirle: “Tú eres mi propósito.”

Los hijos no vienen a llenar vacíos… vienen a iluminar rincones que uno ni sabía que existían. Noa no vino a salvarme. Vino a revelarme. Porque gracias a ella, entendí que sí se puede romper el ciclo, que sí se puede dar lo que uno no recibió. Y eso… eso también es amor.

✍️ Capítulo 10: Comunicar es resistir

Dicen que, en los momentos más oscuros, la luz no se busca, se crea. Y eso fue lo que hicimos con Viva Catamayo durante la pandemia. Cuando el mundo se detuvo, nosotros nos encendimos. No por valentía, sino por necesidad. Porque la gente necesitaba compañía. Y nosotros, también.

Fue en ese tiempo incierto que nació el programa “Formalmente Informal”. Pero te cuento cómo empezó, porque fue sin plan, sin libreto y sin presupuesto. Una noche cualquiera, haciendo pruebas de transmisión, se me ocurrió enviar el enlace a Eduardo Valdivieso y a Aleyda Chamba. Nos conectamos, conversamos, sin filtro, sin censura.

Y pasó algo inesperado: la gente se conectó. Cientos de personas. Comentaban, reían, opinaban. Era como un fogón virtual en plena oscuridad colectiva. Ahí dijimos: “Esto tiene que seguir”. En el segundo o tercer programa ya tenía nombre: Formalmente Informal.

Lo transmitíamos los jueves a las 20h30. No era un noticiero. No era una entrevista formal. Era una conversación real sobre temas reales. Con política, con barrio, con chisme serio, con opinión cruda, con alma. Y lo mejor: con interacción. Era la voz del pueblo, pero con micrófono.

Ese fue el verdadero despegue digital de Viva Catamayo. Ya no éramos solo fotos de eventos o coberturas tradicionales. Ahora éramos contenido en vivo, análisis, conexión emocional, entretenimiento con identidad.

Y no nos quedamos ahí. Surgieron otros programas, otras ideas. Entrevistas telemáticas, homenajes, serenatas virtuales, clases en línea… todo hecho desde Catamayo, con amor, ingenio y cero presupuestos. Uno de los programas más vistos fue el homenaje póstumo al Dr. Carlos Luzuriaga, exalcalde. Más de 1200 conectados. Todo desde casa. Todo desde el alma.

Y aunque por fuera parecía solo un canal más, para mí Viva Catamayo era mi refugio emocional y mi contribución al pueblo. Era la forma de decir: “Aquí estamos. No nos rendimos. Seguimos contando historias.”

Tuvimos auspiciantes, sí. Pero más que eso, tuvimos credibilidad. Porque no vendíamos noticias, compartíamos verdades. Y eso se siente.

Cuando el mundo cerró sus puertas, nosotros abrimos una ventana. Comunicar, en pandemia, fue resistir. Fue abrazar sin tocar. Fue llorar en vivo y reír en comentarios. Fue sostenernos como comunidad, desde una señal de WiFi y un corazón encendido.

✍️ Capítulo 11: Entre micrófonos y sueños

Viva Catamayo, que había nacido como un hobby, ya no era solo “mi página”. Se estaba convirtiendo en un medio, en una marca, en una comunidad. Pero más que eso: se estaba convirtiendo en un sueño compartido.

Durante mucho tiempo, hice todo yo: escribía, grababa, tomaba fotos, editaba, subía, publicaba, narraba, presentaba, sonreía… y cansado o no, siempre volvía a empezar. Pero llegó un momento en que entendí que los sueños no crecen solos. Necesitan equipo.

Fue entonces que llegó Johnny, primero como practicante. Con él aprendí a soltar, a confiar, a enseñar lo que sabía. Y él, con su energía, su chispa y su disposición, le dio otra velocidad al proyecto. Después vino Jonathan, y ahí ya no hablábamos de practicantes. Ya hablábamos de producción, planificación, coberturas profesionales, ideas nuevas.

Con ellos, y con otros talentos que se fueron sumando, empezamos a pensar Viva Catamayo como una productora, no solo como una página. Hacíamos entrevistas, promocionales, spots, campañas. Cubríamos eventos, lanzamientos, ferias, festivales, elecciones. Todo, con un sello: la mirada positiva del pueblo para su gente.

Teníamos claro que Viva Catamayo no es una vitrina política ni un noticiero de tragedias. Nuestro enfoque siempre ha sido resaltar lo bonito, lo valioso, lo que sí funciona. Historias de vida, emprendimientos, talentos, tradiciones.

Mucha gente me decía:

“Pepe, ¿por qué no haces lo mismo con el Municipio?”

“¿Por qué allá se publica más simple y en Viva Catamayo haces algo más pro?”

Y la respuesta es sencilla: Viva Catamayo es mi casa. No es un trabajo. Es un legado. No es que allá daba menos. Es que acá doy todo.

No te voy a mentir. También hubo celos, críticas, comparaciones. Pero aprendí que cuando uno empieza a destacar, las luces incomodan a quienes viven cómodos en la sombra. Y aprendí también a no responder, solo a seguir creando.

Con el tiempo, muchos comenzaron a ver a Viva Catamayo como un referente. Y eso, lejos de inflarme, me dio más responsabilidad. Porque ahora ya no se trataba de mí. Se trataba de todos.

Un micrófono puede amplificar una voz. Pero un equipo puede amplificar un sueño. Viva Catamayo ya no era solo mío era de 84 seguidores, de cada entrevistado, de cada espectador, de cada historia contada. Porque cuando un pueblo se ve reflejado… se reconoce, se levanta, se une.

Capítulo 12: ¿Quién es Pepe Simancas?

Esta es, tal vez, la pregunta más difícil de todas.

A lo largo de mi vida he podido describir a muchas personas. Con una cámara en la mano, un micrófono o una libreta, he contado historias de abuelitas centenarias, músicos que sueñan con un disco, niñas que ganan coronas, conductores que se gradúan, emprendedores que venden helados, poetas que curan con palabras…

Pero cuando alguien me pregunta quién soy yo…

Me detengo. Suspiro. Y les devuelvo la pregunta.

“Díganme ustedes: ¿Quién es Pepe Simancas?”

Lo que sí puedo decir es quién he sido:

He sido el niño que hacía mandados a los 8 años para ayudar en casa.

El joven que perdió a su papá y siguió adelante con coraje.

El estudiante que escribía poemas mientras soldaba metales.

El técnico que descubrió un universo en una pantalla gris.

El comunicador sin título que aprendió en la calle y en la oficina.

El periodista que cree que no todo lo malo debe contarse… y no todo lo bueno debe callarse.

El padre que quiere romper el ciclo del abandono.

El creyente que lloró en un retiro espiritual de Juan XXIII y salió con el alma entera.

El soñador que fundó Viva Catamayo TV con una cámara prestada y una fe terca.

Y sobre todo: el hombre que ama Catamayo como si hubiese nacido en él.

Viva Catamayo ha sido mi casa, mi escape, mi forma de decir: “Aquí hay talento, aquí hay historia, aquí hay corazón.”

Y aunque a veces me falte el logo perfecto, el equipo ideal, el presupuesto necesario… nunca me ha faltado la voluntad.

Quisiera que, si algún día me recuerdan, no sea solo por mis videos o mis publicaciones, sino porque nunca dejé de creer en este valle. Porque cada vez que encendí una cámara o escribí una línea, lo hice con la esperanza de que alguien, en algún rincón, se sintiera visto, escuchado, valorado.

He sido muchas cosas: editor, profesor, comunicador, autodidacta, y sobre todo… aprendiz de la vida.

He trabajado con lo que había, he estudiado con lo que podía, y he soñado incluso cuando no había motivos para hacerlo.

No busco ser el mejor, ni el más reconocido.

Solo intento servir, compartir lo que sé, y dejar algo bueno en los demás.

Y si mañana alguien recuerda que hubo un hombre que amó su tierra, que creyó en su gente,

y que nunca dejó de aprender…

entonces sabré que valió la pena.

Porque al final, no se trata de ser famoso ni perfecto,

sino de ser útil, ser verdadero, y ser luz para alguien en el camino.

Y en eso, ser simplemente Pepe Simancas, es un buen comienzo.

📊 Vistas: 9

Pepe Simancas

Recent Post